El extraño comportamiento de una enfermera
Siempre estaba dando, incluso cuando pensaba que no lo hacía. Sus necesidades estaban siempre por detrás de las necesidades del mundo. Los niños sentían consuelo cuando los tocaba, las madres se dirigían a ella en busca de guía, los padres lloraban delante de ella y las hermanas compartían con ella historias olvidadas de risas y lágrimas. Simplemente, confiaban en ella, mi madre, la enfermera. Aparentemente una extraña que no solo abría su corazón sino que se lo daba una y otra vez a cualquiera que lo necesitara.
Nunca llegué a entenderla totalmente. No entendía por qué siempre enganchaba en su coche nuevo pegatinas del tipo “Las enfermeras lo hacen mejor”. Por qué era para ella una necesidad ayudar a cualquier persona herida con quien se encontrara, incluso si la ambulancia estaba allí. Y por qué parecía que arriesgaba su vida repetidamente para ayudar a personas que ni siquiera conocía. Su comportamiento me parecía inmaduro e insensato.
Tenía solo 55 años cuando le diagnosticaron cáncer, y fue entonces cuando su extraño comportamiento empezó a tener sentido. A la mitad de un turno doble que estaba haciendo porque la unidad andaba corta de personal ese día, se derrumbó de dolor. Sus compañeros, que eran también sus mejores amigos, la obligaron a hacerse pruebas. Tenía un cáncer de estómago en una fase avanzada que se había extendido hacia sus huesos y, aunque no lo sabíamos en ese momento, en menos de tres meses ya no estaría con nosotros.
Fue cuando estaba en su lecho de muerte que su vida fuera de su familia empezó a tener sentido para mí. Las enfermeras que cuidaban de ella parecían inquietas al ver a una de las suyas en el otro lado, simplemente porque veían un poquito de ellas en mi madre. Me hacían preguntas y yo respondía. “Sí, comía por el camino, dormía a horas extrañas y, después de cuidar de su familia, muchas veces lo único que quería era dormir porque estaba exhausta”. Cuando yo les hablaba de nuestra historia familiar, ellas siempre asentían tímidamente como si confirmaran lo que yo les contaba. Estaba describiendo con detalle sus vidas.
Incluso entonces, mi madre sentía una cierta obligación hacia sus compañeras y se encargó de entrenarme para hacer cosas simples que podrían ayudarles a reducir su carga de trabajo. No parecía mucho, pero las enfermeras parecían estar enormemente agradecidas por cada una de esas cositas. Se comunicaban con mi madre en lo que para mí parecía un lenguaje secreto y actuaban exactamente como ella. Día a día daban el 100% de ellas mismas sin pedir nada a cambio.
Durante el mes anterior a su muerte, pasé cada uno de los momentos en que estaba despierta con ella en el hospital. Vi familias reunidas en las salas de espera sufriendo en silencio, voluntarios que eran la única compañía de muchos pacientes al borde de la muerte, doctores que hacían una breve aparición al amanecer, trabajadores sociales que parecían soportar una gran carga emocional y enfermeras que llenaban CADA UNO de los vacíos entre todos ellos, 24 horas al día, sin importar cuánto apoyo tuvieran. No me extraña que mi madre fuera quien era —no tenía elección.
Esto fue lo que descubrí: para ser una buena enfermera, necesitas tener un gran corazón, una sólida ética del trabajo y un gran sentido del humor para sobrellevar esos momentos que parecen oscuros e imposibles tanto para ti como para las familias que dependen de ti. No puedes dejar tu trabajo en el trabajo, pero tampoco lo querrías hacer. Ser un modelo de compasión por la humanidad es tu premio, uno que recibes y agradeces con el corazón porque tú ves tanto lo mejor como lo peor del mundo y, a pesar de ello, te las arreglas para amarlo incondicionalmente.
Enviado por Sandra Ordoñez.